Atráscuaderno de viajes
Hay países que te fascinan por lo que ves. Y otros, como Vietnam, por lo que te hacen sentir. Este fue un viaje que no me exigió correr, ni buscar grandes gestos. Me enseñó que el lujo puede ser también el tiempo, el detalle, el silencio.
Todo comenzó en Hanói, entre calles coloniales y bicicletas, donde el bullicio tiene música propia. En el Sofitel Metropole, el tiempo parecía haberse detenido. Paseé por el barrio antiguo, vi cómo el sol caía sobre el lago Hoan Kiem, y supe que esta vez el viaje iría despacio, como a mí me gusta.
La bahía de Lan Ha me dejó sin palabras. Navegar entre islotes de piedra caliza, dormirme en una suite sobre el mar, despertarme con el sonido del agua contra el casco… Allí no hay necesidad de hablar. Solo de mirar y respirar.
Volé a Hue, la antigua capital imperial, y me hospedé junto al río Perfume. Caminé entre mausoleos, tejados curvos, jardines silenciosos. Y más tarde, crucé el paso Hai Van hasta Hoi An, donde las linternas flotan por la noche como si el pueblo entero estuviera hecho de luz.
Allí cociné con ingredientes del mercado, me perdí entre tiendas de seda, vi templos, puentes cubiertos y un espectáculo que hablaba de leyendas antiguas sin pronunciar una palabra.
Y entonces, el tren. El Vietage, un vagón de lujo que recorre el país con la elegancia de lo que no tiene prisa. Almuerzo gourmet, masaje a bordo, ventanales que enmarcan arrozales infinitos... Llegar a Quy Nhon fue como despertar en una versión más serena del mundo.
El final fue en Saigón, intensa y vibrante, con ese contraste tan vietnamita entre lo ancestral y lo moderno.
Volví distinta. No por todo lo que hice, sino por cómo me sentí. Porque Vietnam no es un viaje que se cuente. Es un viaje que se recuerda con los ojos cerrados.