Atráscuaderno de viajes
Siempre imaginé cómo sería un safari en África. Pero Tanzania no solo cumplió ese sueño: lo superó. Porque no fue un viaje más. Fue mi viaje, diseñado a medida, pensado para que cada momento me perteneciera.
Desde el primer día, supe que todo iba a ser distinto. El vehículo privado, el guía solo para nosotros, los tiempos marcados por el ritmo de la naturaleza, no por un grupo. Esa sensación de libertad —de tener todo un continente para ti— no se olvida.
En Lago Manyara, entre acacias y baobabs, vimos elefantes pasar tan cerca que conté las arrugas de su piel. Los flamencos tiñendo la orilla de rosa, los monos colgando de las ramas, los leones al acecho en las alturas... Cada rincón tenía vida propia.
Luego vinieron las bicis por Mto Wa Mbu, el mercado local, los saludos sinceros de los niños, los aromas del plátano maduro y la canela. Fue uno de esos momentos en los que no eres turista, sino parte del paisaje.
El Área del Ngorongoro me dejó sin aliento. Descender al cráter fue como entrar en otro planeta: búfalos, ñus, hienas, flamencos, leones... todo en equilibrio, como si el mundo aún estuviera intacto. Y por la tarde, dormir en Karatu, con el aire fresco entrando por la ventana y el eco lejano de la sabana.
Pero nada te prepara para el Serengeti. Allí, la vida salvaje te rodea sin pedir permiso. Vimos a una guepardo con sus crías bajo una acacia, a una manada de elefantes al amanecer, a miles de ñus cruzando el horizonte. Y cada avistamiento era solo para nosotros. Sin prisas. Sin interrupciones. Sin filtros.
El final llegó en Tarangire, entre baobabs milenarios y elefantes tranquilos. Fue como un susurro de despedida, como si África me estuviera diciendo “vuelve cuando quieras”.
Volví a casa diferente. No solo por lo que vi, sino por cómo lo viví: con el lujo del tiempo propio, de los detalles cuidados, de la autenticidad. Tanzania me ofreció un viaje a medida, pero también a lo esencial.