Japón me reveló una forma distinta de mirar: más lenta, más profunda, más sabia. Lo hizo con el silencio de sus templos, la armonía de sus jardines, el murmullo de un bambú meciéndose en Arashiyama. Fue un viaje hacia fuera… y hacia dentro.
Comencé en Kioto, la antigua capital imperial. Me perdí entre pasillos de madera en el Castillo de Nijo, contemplé el Pabellón Dorado reflejarse como un espejismo en el agua, y sentí una paz profunda paseando por el jardín zen de Tenryu-ji. En el bosque de bambú, el aire olía a tierra y tiempo.
En Nara, los ciervos caminaban libres entre templos milenarios, como si custodiaran algo sagrado. En el Todai-ji, el Gran Buda parecía observarlo todo desde la calma. Por la tarde, entre faroles de piedra y el rojo intenso de los torii en Fushimi Inari, comprendí que aquí la belleza no se muestra: se insinúa.
Y entonces, Tokio. El tren bala me llevó hasta una ciudad que es todo a la vez: templo y rascacielo, ceremonia y neón. En Asakusa, el incienso del Senso-ji marcó el inicio de un nuevo ritmo. En Akihabara, entre luces y pantallas, vi el futuro en cada esquina. Pero fue en el santuario Meiji, escondido en un bosque, donde volví a encontrar el equilibrio.
Dediqué un día a Nikko, donde las montañas custodian el arte más exquisito. El santuario Toshogu fue un estallido de color y detalle, y las cataratas de Kegon, una lección de belleza en estado puro.
En Japón aprendí que la emoción puede estar en un gesto, en un cuenco de té servido con intención, en el crujir de la grava bajo los pies. No hizo falta entender todo. Bastó con observar.
Y cuando llegó el momento de volver, lo hice en silencio. Como si al hablar demasiado pudiera romper algo delicado que Japón me había confiado.