Colombia fue una sucesión de asombros. Cada lugar que pisé me mostró una cara diferente del país: vibrante, serena, intensa... pero siempre auténtica.
Empecé en Bogotá, entre balcones coloniales y plazas que contaban historia. En el Museo del Oro descubrí que este país guarda tesoros en cada rincón, y en el Museo Botero aprendí a mirar lo cotidiano con ojos nuevos. Pero fue al entrar en la Catedral de Sal de Zipaquirá cuando comprendí de verdad la mezcla perfecta de arte, fe y tierra que define a Colombia.
Después, todo cambió de ritmo. En la zona cafetera, el aire olía a verde y a café recién tostado. Caminé entre palmas de cera en el Valle del Cocora, mientras el cielo se deslizaba entre las montañas. En Salento, las fachadas de colores y la sonrisa de su gente me hicieron sentir en casa. Y en la hacienda cafetera, descubrí que detrás de cada taza hay un paisaje, unas manos y una historia.
Medellín me impactó. No solo por su modernidad, sino por su capacidad de reinventarse. En la Comuna 13, entre murales, música y escaleras eléctricas, escuché relatos de dolor convertidos en esperanza. Y en Guatapé, el color se volvió alegría: casas decoradas con zócalos y un embalse que parecía un espejismo, coronado por la imponente piedra de El Peñol.
Y entonces, Cartagena. El Caribe en estado puro. Calles empedradas, buganvillas en los balcones, murallas que han visto siglos pasar. Navegar hasta las Islas del Rosario fue como entrar en una postal: aguas turquesas, arena blanca y una sensación de calma que solo se vive en el mar.
Colombia me dio mucho más de lo que esperaba. Me enseñó a disfrutar lo sencillo, a escuchar sin prisa, a mirar con curiosidad. Y me regaló momentos que, estoy seguro, se quedarán conmigo para siempre.