Atráscuaderno de viajes
A veces un lugar te sorprende no por lo que ves, sino por lo que sientes. Eso me pasó en Camboya. Llegué buscando historia y paisajes… y volví con algo mucho más difícil de explicar: una paz profunda, una emoción serena que todavía me acompaña.
Mi primer amanecer fue frente a Angkor Wat. Lo había visto mil veces en fotos, pero vivirlo… fue otra cosa. Estaba allí, frente a esa silueta majestuosa emergiendo entre la niebla, mientras el cielo se teñía de fuego. Y cuando lo sobrevolé en helicóptero, desde el aire todo cobró otro sentido: los templos ocultos, las raíces abrazando la piedra, la selva custodiando siglos de memoria. Me emocioné más de lo que esperaba.
Días después, dormí en medio del Parque Nacional Phnom Kulen, en un glamping que parecía suspendido entre árboles. Recuerdo tumbarme bajo las estrellas, en silencio, escuchando la selva y sintiéndome tan lejos del mundo… y tan en casa.
Pero si algo me marcó fue la ceremonia con los monjes locales. Fue íntima, sin artificios. Yo no entendía sus palabras, pero sí el respeto, la calma, la generosidad de sus gestos. Me miraron como si me conocieran de antes. Y en ese momento sentí que lo verdaderamente sagrado no está en los templos, sino en las personas.
También me emocionó lo cotidiano: ver a una madre en el mercado de Siem Reap, compartir una sonrisa con un niño que jugaba descalzo, sentir que me devolvían mucho más de lo que yo podía ofrecer.
Camboya no es un destino más. Es un lugar que te toca por dentro, sin esfuerzo. Que no necesita gritar para dejar huella. Un país que no solo se visita, se siente.