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Argentina y Antártida: Horizontes que no se olvidan

Desde el primer día supe que no era un viaje cualquiera. Lo sentí al pisar las calles empedradas de Buenos Aires, al escuchar el bandoneón en una casa de tango, al mirar la ciudad desde Recoleta como si todo tuviera una pátina de melancolía elegante. Pero lo que no sabía aún… era hasta dónde me llevaría este viaje.

El sur empezó en Ushuaia, en el silencio del Parque Nacional Tierra del Fuego, donde el bosque se encuentra con el océano, y la naturaleza parece contener la respiración. La navegación por el Canal Beagle, entre islas y faros, fue la última caricia de tierra firme antes de embarcar hacia algo inmenso.

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A bordo del crucero de expedición Antarpply, todo cambió. Cruzar el pasaje Drake fue un rito de paso. La emoción del movimiento constante, las aves marinas danzando con el viento, las primeras ballenas que se dejaban ver a lo lejos… Y al llegar, la Península Antártica. Un mundo blanco, intacto, puro.

Cada desembarco fue un privilegio: pingüinos Adelia y papúa, elefantes marinos, colmillos de hielo y bahías dormidas bajo un cielo inmenso. En Isla Paulet, en Bahía Paraíso, en King George, el silencio se volvió sagrado. Cada tarde, al regresar al barco, lo único que podía hacer era mirar el mar y agradecer estar allí.

De regreso al continente, el viaje aún guardaba un regalo final: las cataratas de Iguazú. El contraste no pudo ser mayor. Del blanco al verde, del frío al vapor de agua, del hielo al estruendo. Caminar entre la selva, ver la Garganta del Diablo lanzarse con toda su furia, fue como cerrar el círculo de la naturaleza en su estado más salvaje.

Argentina me mostró el alma de un continente. Y la Antártida, el alma del planeta. Un viaje que no se mide en kilómetros, sino en recuerdos que ya no me pertenecen solo a mí, porque me transformaron.